«Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas»
Para la oración personal del sacerdote en base al Evangelio del día. Miércoles 7 de agosto de 2019
ESPADA DE DOS FILOS. P. Gustavo Elizondo Alanís
«Tu Señor quiere que le pidas, sacerdote, con insistencia, aferrado a su verdad, porque quiere complacerse en ti»
«La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos» (Heb 4, 12).
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EVANGELIO DEL MIÉRCOLES DE LA SEMANA XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Mujer. ¡Qué grande es tu fe!
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 15, 21-28
En aquel tiempo, Jesús se retiró a la comarca de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea le salió al encuentro y se puso a gritar: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Jesús no le contestó una sola palabra; pero los discípulos se acercaron y le rogaban: “Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros”. Él les contestó: “Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
Ella se acercó entonces a Jesús y postrada ante él, le dijo: “¡Señor, ayúdame!”. Él le respondió: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos”. Pero ella replicó: “Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Entonces Jesús le respondió: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel mismo instante quedó curada su hija.
Palabra del Señor.
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“En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? … (Francisco, Evangelii Gaudium, n.153).
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: a veces pienso que no sé pedir bien, que no sé pedir con insistencia y que no sé pedir lo que necesito. Me falta fe y me falta humildad, para reconocer lo que no tengo, y que sí necesito, para cumplir mejor tu voluntad y alcanzar la santidad.
Sé que la corona de la santidad es universal, como universal es la Iglesia. Por eso debemos ser santos, para poder servir a la Iglesia con los dones recibidos en vida, y que, después de la muerte, continúen dando fruto, participando en Cristo de la vida eterna.
Reconozco que esos dones son para el bien de toda la humanidad, para dar esperanza y los medios para la salvación de las almas.
La misión del sacerdote es compartir con los pobres de espíritu la riqueza de los tesoros de tu corona. Pero no debemos compartir sólo las migajas del pan que hemos recibido. Hemos de compartir, con el mundo entero, todo el pan que ha sido puesto en nuestra mesa.
Ayúdame, Jesús, a ser muy generoso, sabiendo que Dios no se dejará ganar en generosidad.
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«Sacerdotes míos: yo amo a mi esposa, que es mi Iglesia, y doy mi vida por ella, y por cada uno de los hijos que ella engendra como hijos de Dios.
Ustedes, mis sacerdotes, son hijos predilectos de Dios.
Así como mi Padre me envió, también yo los envío y les doy al Espíritu Santo para que lo reciban, y a quienes les perdonen los pecados, les queden perdonados, pero a quien no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.
Así como mi Padre confió en mí, así yo confío en ustedes, para que la salvación que conseguí para el mundo con mi muerte la continúen ustedes a través de los sacramentos.
Así como mi Padre esperó en mi voluntad, en mi amor, en mi entrega, en mi perseverancia, en mi fidelidad, en mi obediencia, así espero yo en ustedes.
Pero en muchos de ustedes sigo esperando, porque no han correspondido a mi confianza y al don que les ha sido dado.
¿En dónde está su fidelidad? ¿En dónde está su obediencia? ¿En dónde está su fe? ¿En dónde está su amor? Han desviado el camino y han perdido la esperanza, porque se han alejado de la verdad y se han olvidado de la humildad.
Muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros.
Yo los he llamado para ser últimos como yo, para servir de la misma manera, porque yo no he venido al mundo para ser servido, sino para servir, y para dar mi vida como rescate de muchos.
Pero yo les daré esperanza.
Yo les digo que, para poder dar, deben primero recibir, porque nadie puede dar lo que no tiene.
Yo me apiadaré de ustedes y les daré lo que necesitan.
Pero deben aprender a pedir y a recibir, para entregar y servir.
Aprendan a pedir lo que necesitan, porque piden y piden para los demás, pero no piden para ustedes, pretendiendo que nada necesitan, y se vuelven esclavos de la soberbia, queriendo hacer todo con sus propias fuerzas.
Pidan con humildad, reconociendo su debilidad, que solos no pueden nada, y que necesitan de mí.
Aprendan a recibir, porque el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama se le abre.
Pero necesitan disposición.
Porque ¿de qué sirve pedir si no se está dispuesto a recibir? Pidan con fe, con insistencia y dispuestos a recibir, sabiendo que el Padre les dará cosas buenas.
Porque ¿qué padre hay que, al hijo que le pide pan, le da una piedra, o al que le pide un pez, le da una serpiente?
Quiero que ustedes, mis amigos, sean humildes y oren, y orando pidan, y pidiendo se dispongan, y con disposición reciban, y recibiendo entreguen, y entregando sirvan, y sirviendo amen y, amándose unos a otros, vivan con alegría, dando ejemplo de su fe, porque yo tendré compasión de los que pidan con fe, y lo que me pidan les daré.
El que pide con fe insiste, porque el que tiene fe pide cosas buenas, y sabe que el Padre que está en el cielo se lo concederá».
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Madre mía: fue grande la humillación de aquella mujer que acudió a tu Hijo. Ella pedía las migajas que caen de la mesa. No le importó lo que pudieran pensar de ella los presentes. Insistió, con una gran fe, y con un gran amor de madre.
Ante las primeras palabras de Jesús podía haberse desmoronado. Pero sacó fuerzas reconociendo su indignidad y obtuvo lo que pedía.
Madre, ayúdame a reconocer siempre mi debilidad y buscar con fe la fuerza de la gracia.
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«Hijo mío, sacerdote: no camines con tus propias fuerzas, porque se acaban y desfalleces.
No confíes en tus debilidades porque el enemigo las conoce y te vence.
No quieras luchar una batalla solo, porque al querer ganar, la pierdes.
No son tus propias fuerzas las que te sostienen. Y no eres tú quien lo reconoce. Es la gracia de Dios que no te abandona, que te protege y abre tus ojos para que puedas ver cuando desvías el camino. Ni siquiera eso puedes hacer tú solo.
Abandónate en las manos de quien te da la fuerza y te sostiene: las manos de Cristo.
Soy yo quien te da la gracia y la perseverancia. Renuncia a ti para que te vacíes de ti y de todo lo que el mundo acumula en ti, y con la gracia de Dios llénate de Él, para que con su fuerza ganes todas las batallas.
Pide, acepta, recibe y agradece las gracias que yo tengo para ti, para que te reconozcas débil, frágil, derrotado, herido, cansado, vulnerable, perdido, solo, abatido, desfallecido, hambriento, sediento, desnudo, cautivo, prisionero, errado, enfermo, moribundo, atribulado, indigno y pecador.
Para que reconozcas en tu debilidad la necesidad del poder de Dios.
Para que reconozcas en tu soberbia esa debilidad.
Para que te humilles ante el que es, y lo reconozcas como el único camino y la única verdad.
Para que, al humillarte, renuncies a todo lo que te debilita y pidas fe, y en esa fe camines al encuentro de Cristo, para que te llenes de Él y de su poder, para que ganes todas las batallas y descubras en las armas de la fe, la esperanza y la caridad, el tesoro de la victoria.
Pero de estas tres la más grande es el amor. El arma que vence es el amor.
Pide estos dones para ti, pero pide más la gracia de humillar tu corazón para que permanezcas en el amor, porque todo lo puedes en aquel que te da la fuerza.
Yo ruego por todos mis hijos sacerdotes, y pido a los santos que intercedan por ustedes ante mi Hijo, para que atienda sus necesidades y les conceda lo que le pidan.
Pidan a mi Hijo compasión, para que, lo que pidan con fe, les sea concedido.
Yo les doy este tesoro: mi generosidad.
Generosidad para pedir y para entregar.
Generosidad para compartir.
Generosidad para dar testimonio de fe, de amor y de misericordia.
Generosidad para cumplir con sus obligaciones según su vocación.
Generosidad para ofrecer su trabajo.
Generosidad para dar su tiempo, sus sacrificios, sus desvelos.
Generosidad para entregar su voluntad.
Generosidad para amar.
Generosidad para servir.
Generosidad para recibir y llevar misericordia.
Generosidad para obrar, sin olvidar que muchas cosas son importantes, pero una sola es necesaria».
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PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – PEDIR COMO UN HIJO A SU PADRE
«Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas».
Eso dijo Jesús.
Y deja claro que Él da a quien pide con fe, aunque no lo merezca.
Tu Señor se compadece de las miserias de los hombres, y alaba su fe cuando creen en Él, en su poder y en sus obras, y no les da las migajas ni las sobras, sino que se da Él mismo, a través de su misericordia.
Y tú, sacerdote, ¿tienes fe?
¿Qué tan grande es tu fe?
¿Acudes a tu Señor con verdadera fe, para pedir su favor con insistencia?, ¿o te rindes y no insistes, porque en realidad no crees que te dará lo que le pides?
¿Reconoces tu necesidad y tu impotencia, y le pides a tu Señor que se compadezca?, ¿o vives resignado a permanecer soportando tu sufrimiento, porque no confías en su misericordia?
¿Cómo vives tu fe, sacerdote?
¿Estás convencido de que tu Señor es tu amigo, y está dispuesto a ayudarte?, ¿o lo ves como un Dios lejano, indiferente a tu miseria, y a la necesidad de tus hermanos?
¿Crees que tu Señor es el único Hijo de Dios que ha venido al mundo para salvarte?
¿Crees en el amor de tu Señor?
Tu Señor quiere complacerte, sacerdote, y quiere darte lo que le pidas, pero no quiere que pienses que no quiere darte lo que le pides, porque al dudar lo ofendes.
Ten el valor, sacerdote, de reconocer con humildad, que no eres más que un siervo pecador, indigno de merecer la amistad de tu Señor, pero que te merece Él mismo, porque te ha hecho hijo de Dios, no para darte las migajas, sino para compartir contigo el pan de la mesa.
Tu Señor te ha merecido su heredad, sacerdote, por filiación divina. Acepta, agradece y pide su intervención divina, para que te dé los medios, y puedas corresponder a tanta graciainmerecida.
Y, si no supieras qué pedir, sacerdote, pídele que te dé lo que te conviene.
Sacerdote: no eres una marioneta, ni un instrumento que Dios use a su antojo. Tu Señor te ha dado voluntad para que luches, para que disciernas, y la unas a su divina voluntad, aceptando con humildad lo que Él te quiere dar, convencido de su misericordia y su bondad, que tu imperfección, tu infidelidad y tu pecado no han merecido, pero que Él mismo, con su sangre, te ha conseguido.
Tu Señor quiere que le pidas, sacerdote, con insistencia, aferrado a su verdad, porque quiere complacerse en ti, y en su fidelidad, por la que se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz, para poderte salvar conservando tu libertad para amarlo, para respetarlo, para aceptarlo, para querer su querer, teniendo sus mismos sentimientos, y seas configurado totalmente con Él, no por obligación, sino por amor, porque para eso te creó.
Tu Señor ha infundido en ti un espíritu según su corazón, sacerdote, y te ha dado la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad, y el temor de Dios, la esperanza y el amor, para que pongas por obra tu fe, porque Él te ha dado una fe grande para darte lo que le pidas, y el Padre sea glorificado en el Hijo.
Pide, sacerdote, con fe, y con confianza en tu Señor.
Pide, aunque no merezcas, porque Él ya todo te ha merecido.
Pide, aunque seas indigno, porque la dignidad te ha sido dada en Cristo.
Pide, aunque por tu ignorancia y tu incapacidad no sepas cómo pedir, porque tu Señor ya sabe lo que te conviene.
Pero primero pide que aumente tu fe, para que, por tu fe grande, tu Señor te conceda lo que necesitas para ti y para el mundo entero.
Pide, como un hijo pide al Padre, como tu Señor te enseñó, amando a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo, como Él los amó.
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