«Fue tentado por Satanás y los ángeles le servían»
Para la oración personal del sacerdote con base en el Evangelio del día.
Domingo 21 de febrero de 2021
ESPADA DE DOS FILOS II, n. 5
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Conócete, sacerdote, para que descubras en tu barro las grietas que te hacen frágil y que te quiebran, porque hacen débil tu voluntad. Y pídele a tu Señor que te fortalezca, para que tu voluntad sepa alejarte de la ocasión que te lleva a entregarte en los brazos del enemigo».
«La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos» (Heb 4, 12).
EVANGELIO DEL DOMINGO I DE CUARESMA (B)
Fue tentado por Satanás y los ángeles le servían.
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 1, 12-15
En aquel tiempo, el Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes, y los ángeles le servían.
Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio”.
Palabra del Señor.
“En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje?»” (Francisco, Evangelii Gaudium, n.153).
REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: antes de comenzar tu vida pública permitiste que el demonio te tentara. Y lo venciste sin necesidad de utilizar tu poder divino. Fue suficiente la fuerza de la Palabra de Dios para rechazar todo lo que te proponía. Querías ser también en eso ejemplo para nosotros.
Sabemos que si Dios permite las tentaciones es porque quiere algo bueno.
Entre otras cosas, quiere que fortalezcamos nuestra fe, porque esa lucha requiere oración y confianza en tu Palabra.
Pero también requiere sacrificio, para que nos alejemos de las ocasiones de pecado y fortalezcamos nuestra voluntad.
Sabemos que con el demonio no se dialoga, como tú nos enseñaste. No podemos engañarnos a nosotros mismos diciendo que una situación peligrosa no nos afecta, porque somos hombres de criterio.
No podemos tentar a Dios exigiéndole gracias especiales para ayudarnos.
Señor, ¿cómo quieres que sea mi lucha ante las tentaciones?
«Pastores de mi Pueblo: ustedes han creído en mí, porque yo les he dado fe, para que den testimonio de mí.
Al que no cree, yo le hago meter su mano en mi costado y su dedo en las llagas que han dejado los clavos que me unieron a la cruz, para crucificar sus pecados, para salvarlos, para hacerlos míos.
A los que creen en mí, yo los hago míos y les doy lágrimas, que son bálsamo para aliviar mis heridas. Yo hago en ellos mi morada de descanso y los envío a dar testimonio.
Permanezcan unidos a mí, para que den testimonio de mí, y eso los fortalecerá. Porque dar testimonio es compartir el tesoro de la fe y, al compartirlo, aumenta la fe, se multiplica la fe, se contagia la fe, y los fortalece, derramando su riqueza, encendiendo y enriqueciendo otros corazones, para resistir a las acechanzas del enemigo y a las tentaciones.
Ustedes a veces son tentados, acechados, atacados, calumniados y tratados injustamente, y deben ser protegidos.
Las tentaciones se debilitan con la Palabra profesada con fe, con esperanza, y con amor, y debilita las pasiones, para que puedan resistir al pecado en medio de sus desiertos, porque no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Y yo les digo que no tentarán al Señor su Dios, y sólo a Dios adorarán y le rendirán culto. Pero se requiere la fe para creer, para amar, para adorar.
Ustedes deben dar testimonio de mí, porque han creído que yo soy el Hijo de Dios.
Dichosos sus ojos que ven y sus oídos que oyen, porque muchos viendo no ven y oyendo no oyen, ni entienden, porque su corazón se ha vuelto duro, y sus oídos y sus ojos se han cerrado.
Y cuando ellos son atacados por mi causa, perseguidos, acechados, y tentados, son vencidos, porque no pueden resistir, porque no se fortalecen alimentándose con la oración y con la Palabra. Y, al ser vencidos, el tesoro de su fe es robado, y sin fe no pueden creer en mí y en mi poder. Entonces no pueden ser como yo.
Pero el príncipe de este mundo, en mí no tiene ningún poder. Y si ustedes hacen lo que yo les digo, creerán en mí y serán como yo.
En el mundo tendrán tribulación, tempestad, obscuridad, tentaciones, acechanzas, pero vencerán y tendrán paz, porque yo he vencido al mundo, yo soy la verdad y el Espíritu de la verdad da testimonio de mí.
Ustedes deben dar testimonio de mí, para que fortalezcan la fe de mi pueblo».
Madre mía: yo sé que el demonio no puede nada contra ti. Bajo tu amparo nos acogemos.
A ti te escogió Dios para ser la Madre de su Hijo, no sólo para que lo engendraras y fuera el fruto bendito de tu vientre, sino para que cumplieras con Él el oficio de toda madre, para cuidarlo y protegerlo, y también para ayudarlo a vencer las tentaciones, a las que se sometió como verdadero hombre.
Y Jesús quiso que fueras también madre nuestra, sabiendo que íbamos a necesitar esa misma ayuda, y tu protección es omnipotente. Así podremos vencer todas las batallas, cumpliendo siempre y en todo la voluntad de Dios.
Consíguenos la humildad para reconocer nuestra fragilidad, y la valentía para huir con prontitud de las insidias del enemigo.
«Hijos míos, sacerdotes: yo los amo con todo mi corazón. Los amo, no sólo porque sean mis hijos, sino porque esa es la voluntad de Dios, que me ha dado un corazón de madre para amarlos con su amor.
El amor, hijos míos, siempre viene de Dios.
El amor no es egoísta, no es orgulloso, no es jactancioso, no se alegra con el mal de otros.
El amor procura y desea el bien. Lo que diste de esto no es verdadero amor.
El amor procura la felicidad del otro, aunque a veces sea a costa del propio sacrificio.
La voluntad de Dios siempre se basa en el verdadero amor. Es así como se discierne. Por tanto, la voluntad de Dios nunca es egoísta, nunca procura placer como único fin; ni tampoco complacer con una felicidad pasajera, porque la voluntad de Dios es eterna.
La voluntad de Dios pacifica la conciencia, alegra el alma, provoca satisfacción del cumplimiento del deber, obedeciendo lo que dice Él.
La ofrenda que implica sacrificio, desprendimiento, trabajo, entrega, donación, fe, esperanza y amor, ofrecida a Dios, unida a la única ofrenda perfecta y agradable, que es el sacrificio de su Hijo y mi Hijo Jesucristo, los fortalece con su gracia para soportar y renunciar a toda tentación.
Ese es el fin del ayuno, del sacrificio, de la penitencia, la oración, la limosna, la especial devoción, que pide la Santa Iglesia en tiempo de Cuaresma.
La meditación, la reflexión, unida al sacrificio, conducen a la concientización de lo que cada uno tiene en su corazón, y los lleva al arrepentimiento y a la confesión, que, como sacramento, les da la gracia de una verdadera conversión, para celebrar y participar de la Pascua del Señor.
Por tanto, este tiempo debe ser dedicado a la vida interior, mirar para adentro, remar mar adentro, para ir al encuentro de Cristo, Rey y Señor. Y para eso aquí estoy yo. Para acompañarlos y llevarlos a Jesús.
Mi oración de intercesión, mi súplica constante, los fortalece para que resistan a toda tentación y no ofendan a Dios. Fortaleza que viene de la gracia y del don del Espíritu Santo que está conmigo y que se derrama sobre los hijos de Dios, porque los ama. Esta es la explicación para quien dude de la omnipotencia suplicante de la Madre de Dios, que al mismo Cristo en su humanidad fortaleció.
Y ojalá que esos que dudan aprendieran de mi Hijo Jesucristo la lección. El Padre envió a su único hijo al mundo, encarnado como hombre, sin dejar de ser Dios, permitiendo que, como hombre, fuera probado en todo igual que los hombres, menos en el pecado; que, como hombre, asistido por el Espíritu Santo y mi omnipotencia suplicante -aunque cuando fue tentado resistió-, nunca pecó. Pero, como hombre, tenía la libertad de pecar contra su propia divinidad.
Él es el único santo, tres veces santo, que la voluntad de su Padre siempre cumplió. En esta contemplación de la gloria de Dios, a través del misterio de la Cruz, concentren su atención en el encuentro del Hijo, hombre y Dios, con el Padre Dios, en este mundo, en medio de la tentación del diablo y del pecado de los hombres, que idolatran dioses falsos, y ofenden al único y verdadero Dios.
El Padre y el Hijo, en unidad con el Espíritu Santo, tenían un propio lenguaje, una particular comunicación. El Hijo aprendiendo a ser hombre, tanto como es Dios. El Padre guiando sus pasos para conducirlo a la pasión y a la Cruz, para hacerlo ofrenda, y alcanzarle a los hombres la salvación.
Hijos míos: permanezcan junto a mí, bajo la protección de mi manto, y nadie podrá hacerles daño.
El demonio no puede acercarse a mí porque yo piso su cabeza. No tengan miedo. Los ángeles y los santos los acompañan.
La batalla contra el demonio es como luchar contra el dragón rojo de muchas cabezas, que ataca con odio y con ira al que lucha con la espada: un ángel grande y hermoso, imponente y poderoso, que tiene una armadura de plata en su pecho y defiende un tesoro, con gran valor, y con el poder que Dios le ha dado.
La lucha es fuerte, con ruidos como rugidos, tan fuertes como truenos. El dragón está furioso mientras el ángel mantiene la serenidad, pero la firmeza, seguro de su triunfo.
Yo soy Madre de Dios y Reina de los cielos y la tierra. Mis pies descalzos descansan sobre el mundo, mientras pisan la cabeza de la serpiente.
Hay muchos demonios que quieren robarse un tesoro. El que lucha con la espada es San Miguel arcángel, y el tesoro es la fe de ustedes.
Ustedes son tan vulnerables, tan débiles, tan indefensos, y están tan expuestos, que pueden perder todas las batallas.
Yo siento un profundo sufrimiento y un dolor muy grande en mi corazón al saber la fragilidad del ser humano sin fe, ante la tribulación y ante la tentación, capaz de caer, de dejarse engañar, de ofender y de traicionar, de acostumbrarse a vivir en la obscuridad y en la soledad, que aleja de la vida y lleva a la muerte.
Pero mi Hijo tiene todo el poder y majestad, y está rodeado de gloria. Tiene también llagas en sus manos y en sus pies, y una herida profunda en su costado.
Yo sufro por ustedes, mis hijos sacerdotes, los que descuidan sus tesoros, los que los abandonan y se exponen a que les sean robados, y a ser víctimas de la tentación y del pecado.
Yo intercedo por ustedes ante la tribulación, la obscuridad, las tempestades, las asechanzas, las tentaciones, los desiertos, la soledad y la pobreza de sus corazones.
Yo quiero establecer el orden, para que reine la paz, y esa paz permanezca.
Yo intercedo por ustedes, para que consigan la protección de los ángeles y de los santos, porque ustedes son enviados con el Espíritu Santo a dar testimonio de la verdad, con la protección de la compañía de una madre, que ama, que cuida, que protege.
Permanezcan bajo mi resguardo».
¡Muéstrate Madre, María!
PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – VENCER LAS TENTACIONES
«No tentarás al Señor, tu Dios» (Mt 4, 7).
Eso dice la Escritura.
¿Cuáles son tus tentaciones, sacerdote?
¿Las conoces?
¿Te conoces?
¿Las aceptas?
¿Las rechazas?
¿Las evitas, o facilitas la ocasión para que la tentación se convierta para ti en pecado?
¿Reconoces tu debilidad y luchas, o pretendes ser tan fuerte y tu soberbia te vence?
¿Buscas ayuda, sacerdote, o pretendes dominar tus pasiones y justificar tus acciones por ti mismo?
Eso, sacerdote, es tentar al Señor tu Dios, porque también está escrito que tú tienes un tesoro, pero lo llevas en vasija de barro.
La mejor estrategia para vencer una batalla es conocer al enemigo.
Sacerdote, el enemigo lo conoces cuando te conoces a ti mismo y conoces las debilidades que el pecado original ha dejado como herida en tu humanidad, por la que ha debilitado tu carne.
Si conoces, sacerdote, esa herida, si identificas tus debilidades, entonces conocerás al enemigo, porque él te conoce bien, y él es el que ha ocasionado esa herida en la que él mismo se expone, se refleja y manifiesta su poder sobre ti.
Pero el enemigo, sobre tu Señor no tiene ningún poder, por tanto, si estás solo, sacerdote, puedes perder, pero si es tu Señor quien vive en ti, Él gana las batallas por ti.
Pero ante la tentación, se requiere tu voluntad entregada a tu Señor, para que Él pueda actuar, porque lo que está en juego es tu libertad y Él la respeta, es tuya. Y en esa libertad, es precisamente en donde la tentación tiene lugar, y el enemigo te acecha, te conoce, sabe tu debilidad y tu flaqueza.
Él no quiere el barro, quiere el tesoro, pero para robar el tesoro él destruye el barro.
El tesoro es tu fe y tu libertad, por la que ganas o pierdes la vida que tu Señor ya ha ganado para ti, con su vida.
El barro eres tú, sacerdote, es tu alma, y es tu voluntad, por la que decides ganar o perder la vida, ser libre o permanecer atado a las cadenas del mundo, vivir con Cristo, por Él y en Él, o vivir esclavizado a tus pasiones, accediendo a las tentaciones en un mundo de pecado que te lleva a la muerte.
Sacerdote, tú no tienes un Señor lejano que no te comprenda.
Tú tienes un Señor, que, siendo Dios, se ha hecho hombre para ser el Sumo y Eterno Sacerdote, que ha sido tentado, que ha sido probado en todo como los hombres menos en el pecado, y que ha sabido resistir como hombre, sufriendo como hombre y venciendo como hombre, con ayuda de Dios, al enemigo, usando la Palabra de Dios, que es viva y eficaz como espada de dos filos, y es arma poderosa a la que no puede vencer el enemigo.
Sigue sus pasos, sacerdote. Él es tu Maestro. Él te enseña el camino. Escucha su Palabra y ponla en práctica, y no te dejes vencer por las tentaciones del enemigo.
Conócete, sacerdote, para que descubras en tu barro las grietas que te hacen frágil y que te quiebran, porque hacen débil tu voluntad.
Y pídele a tu Señor que te fortalezca, para que tu voluntad sepa alejarte de la ocasión que te lleva a perder la batalla y a entregarte en los brazos del enemigo.
Conócete, sacerdote: para eso es la mortificación, para que descubras tus flaquezas y le ruegues a tu Señor que te dé su gracia, para que tú te gloríes en tu flaqueza, porque es ahí en donde tu Señor manifiesta su fuerza.
Pídele a tu Señor que habite en ti, y que no te deje caer en tentación.
Eso, sacerdote, se hace en la oración.
Haz conciencia sacerdote, medita en tu corazón y descubre en tu pasado, en tu presente y en tu futuro:
¿Cuáles son tus tentaciones?
¿Cuáles son tus debilidades?
¿Cuáles son tus pasiones?
¿Son recurrentes tus pecados?
¿Has facilitado tú mismo las ocasiones?
¿Cuáles son tus pecados recurrentes?
Y de esos pecados, ¿verdaderamente te arrepientes?
¿Los confiesas?
¿Pides perdón y recibes, sacerdote, de otro como tú, la absolución?
Pide a tu Señor la gracia. Pero recuerda, sacerdote, que la gracia para resistir a toda tentación y al pecado, la recibes en el sacramento de la confesión, a través de la reconciliación con aquel que es tu fortaleza, y por quien tú vives y luchas para ganar todas las batallas.
Pídele a tu Señor la protección de su Madre, porque a ella el enemigo le teme, y se aleja, porque ella pisa su cabeza, y lo vence con el poder del fruto que lleva en su vientre.
Pídele a ella, sacerdote, la gracia de la humildad, para que sepas reconocer en ti tu debilidad; y en tus tentaciones, las acechanzas del enemigo.
Pídele que proteja tu tesoro, para que no sea robado, mientras fortaleces el barro alimentándolo con la Palabra que sale de la boca de tu Señor, porque no sólo de pan vive el hombre.
Rechaza las doctrinas extrañas y los ídolos que te prometen poder. Sólo a tu Señor debes adorar, y sólo a Él debes servir.
Eres suyo, sacerdote.
Él te protege de toda apostasía, cuando lo adoras en la Eucaristía.
Es con la fe que resistes a las tentaciones.
Es por la fe que te arrepientes y confiesas tus pecados.
Es en la fe que confirmas con libertad, y por tu propia voluntad, que sólo a Dios le perteneces.
Pero ten cuidado, sacerdote. No pongas en duda ni en prueba el amor de tu Señor por ti, ni su poder, porque Él es el amor y tiene todo el poder, pero tú nada mereces, y su gracia te basta.

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