«¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?»
Para la oración personal del sacerdote con base en el Evangelio del día.
Martes 28 de junio de 2022
ESPADA DE DOS FILOS IV, n. 5
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Confía en tu Señor, sacerdote, decide creer, quiere creer, y cree. Tú tienes la fe que te ha sido dada, pero está frágil y debilitada. Fortalécela acudiendo a los sacramentos y a la oración, y al refugio de los brazos de tu Madre, que es Madre de tu Señor. Aprende de Él, escucha su Palabra y haz lo que Él te diga».
«La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos» (Heb 4, 12).
EVANGELIO DEL MARTES DE LA SEMANA XIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 8, 23-27
En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero él estaba dormido. Los discípulos lo despertaron, diciéndole: “Señor, ¡sálvanos, que perecemos!”.
Él les respondió: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”. Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Y aquellos hombres, maravillados, decían: “¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?”.
Palabra del Señor.
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“En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje?»” (Francisco, Evangelii Gaudium, n.153).
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REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: lo más sorprendente de esa escena del Evangelio de hoy es que estuvieras dormido en medio de la tormenta. No me sorprende que el viento y el mar te obedezcan, porque eres Dios, y te obedecen tus creaturas. Pero eres hombre también, y es difícil conciliar el sueño en medio de la tormenta.
No usaste tu poder divino para eso, sino que realmente estabas muy cansado. Es decir, tu naturaleza humana es tan real, que te cansas verdaderamente, y lloras, y tienes hambre y sed, y sufres, y sientes el dolor. Pero, sobre todo, nos amas con tu corazón de hombre.
Es una pena que los hombres no reflexionemos suficientemente sobre ese amor tuyo. Yo estoy seguro de que guardas en tu corazón infinitos tesoros de amor que, si yo supiera…
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
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«Amigo mío:
Si tú supieras cuánto te amo, llorarías de alegría.
Si tú supieras lo que sufro por ti, llorarías de dolor.
Si tú supieras lo que he hecho por ti, no bastaría tu vida para agradecerme.
Si tú supieras que te he dado mi vida hasta la muerte, solo para protegerte, para salvarte.
Si tú supieras que he descendido hasta los infiernos anunciando el triunfo de tu alma y mis deseos de tenerte. Te lo he dado todo, hasta mi Madre, hasta la vida eterna en la gloria de mi Padre, quien te ha hecho hijo.
Si tú supieras cuánto sufre mi corazón por ti las heridas que le causa la idolatría de tu individualismo encerrado en tu egoísmo. Yo ya hice todo por ti. Lo he entregado todo para ti. Y sigo haciendo, y sigo entregando, y sigo sufriendo por ti. ¿Por qué, si el amor es para dar, te amas solo a ti?
Hermano, Pastor y Cordero, Sacerdote elegido, Amigo mío: regresa al amor primero, y ámame a mí primero.
Que el que dice amarme y no me compadece, no me ama en verdad.
Que el que dice seguirme y no lo deja todo, no me sigue en verdad.
Que el que dice serme fiel y me traiciona, no merece llamarse mi amigo. Y, sin embargo, yo lo sigo llamando amigo, y lo espero y lo reconcilio conmigo, porque las heridas causadas a mi corazón por los pecados duelen, pero me duele más no tenerte y no compartir contigo mi eternidad.
Misericordia, amigo mío, es compadecer a mi Sagrado Corazón, y actuar reparando las heridas que han causado las miserias de tu amor.
Ama al prójimo como has demostrado amarte a ti mismo. Pero ama primero a Dios, por sobre todas las cosas.
Abre tus ojos, examina tu conciencia, abre tu corazón, encuéntrame ahí, habla conmigo, no permitas que la soledad que tú mismo has buscado te aleje de mí.
No tengas miedo, yo estoy contigo todos los días de tu vida.
Si tú supieras que tan solo quiero amarte y que me ames, entenderías entonces lo que vale tu vida; lo que importa morir a tus pasiones para vivir conmigo; lo que vale tu pureza; lo que importa tu amistad; el valor de tu entrega en el altar conmigo.
Yo solo quiero que seas mi amigo».
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Madre mía: cuando un niño tiene miedo es normal que grite: ¡mamá! Sabe que su madre acudirá en su auxilio, y se sentirá protegido por el abrazo maternal.
Eso mismo hacemos los cristianos: acudimos enseguida a ti en cualquier tipo de miedo, aunque sabemos que no debemos tenerlo, sino solo el santo temor de Dios, que es un don, una gracia, que nos ayuda a no ofender a Dios.
Madre: ¿cómo esperas que sea nuestra actitud ante las tormentas de la vida, sobre todo cuando ponen en peligro la salvación?
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
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«Hijos míos: yo quiero que ustedes, mis hijos sacerdotes, sean misericordiosos; que reparen las heridas causadas por los pecados de los fieles que, arrepentidos, piden perdón.
Quiero que ustedes también pidan perdón, y se reconcilien con mi Hijo. Que reparen las heridas del Corazón de mi Hijo en esa reconciliación, y que más almas se unan en esta misión.
Porque muchos son los que están en el camino de la perdición. Pero yo soy Madre y los quiero a todos.
Acompáñenme a buscar a los que han abandonado a mi Hijo. Quiero tomarlos de mi mano para que no tengan miedo, y encuentren el camino seguro que lleva a la Vida.
Quiero hacerles llegar la Palabra de mi Hijo, que es misericordia, para que crean en Él y en que Él ha venido a salvarlos; para que los que tienen ojos vean y los que tienen oídos oigan; para que se den cuenta que son solo unos desgraciados, pobres, desnudos y ciegos, pero dignos de compasión y de misericordia, porque son hijos de Dios.
Que ustedes, que con sus manos traen la presencia de Cristo al mundo en cada Eucaristía, se den cuenta, y lo encuentren resucitado, vivo y real, en Cuerpo, en Sangre, en Alma, en Divinidad.
Hijitos, yo les doy este tesoro: el santo temor de Dios, para que no tengan miedo; antes bien, que tengan tanto amor, que teman con toda su alma ofender a mi Hijo y perder su amistad; que con ese santo temor deseen agradar en todo a Dios, y abandonarse en sus manos, para amarlo, alabarlo y adorarlo; para que abra sus corazones a fin de recibir el amor y la misericordia de Dios, reconociendo con humildad su pequeñez ante la grandeza de Dios, su miseria y necesidad ante la omnipotencia y la bondad del que es Dios y es Padre, y es Hijo, y es Espíritu Santo.
Yo intercedo para que ustedes tengan fe, para que crean y confíen en mi Hijo, que, por no hacerlo, ha sido ya muy ofendido.
Construyan conmigo con el santo temor de Dios, demuestren su fe, confíen en mi Hijo, y acompáñenme a servirlo, mientras Él descansa».
¡Muéstrate Madre, María!
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PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – CONFIAR EN DIOS
«¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?»
Eso dice Jesús.
Y te lo dice a ti, sacerdote, y te reprende, porque Él ha manifestado su poder, y tú has visto su misericordia, y sus obras. Has sentido su amor, has escuchado su voz, has dejado todo, y lo has seguido. Pero, si tienes miedo, es porque aún no has creído.
El que tiene a Dios nada le falta, solo Dios basta.
Y tú, sacerdote, ¿a quién tienes en tu vida?
¿Quién vive en ti?
¿Quién es la causa de tu alegría? ¿O es que vives sometido al miedo, y a la amargura de la oscuridad en la que has sumergido tu alma, que no encuentra sosiego, porque tú estás ciego y no puedes ver la verdad?
Tu Señor te ha dado todo, hasta su vida, para que tú vivas. Te ha dado la fe, te ha dado la esperanza, te dado el amor, y te ha dado la paz, para que encuentre descanso tu alma, y Él pueda descansar en ti.
Tu Señor te ha dado la barca, para que navegues con seguridad, protegido del enemigo y de todo mal. Él te asegura que, ante la tempestad, los vientos fuertes, las olas grandes, y las tormentas, no se hundirá, porque Él mismo la ha construido sobre roca firme. Él es la piedra angular, y el mal no prevalecerá sobre ella.
Permanece dentro, sacerdote, permanece a salvo, permanece unido, en la seguridad del nido, en el silencio interior, que se logra en la profunda oración, alejado del ruido del mundo, porque es ahí en donde descansa tu Señor, que tantas veces ha querido reunir a sus hijos, como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, para cuidarlos, para protegerlos, para alimentarlos, para fortalecerlos, para enseñarlos, para hacerlos crecer en estatura, en sabiduría y en gracia, ante Dios y ante los hombres.
Confía en tu Señor, sacerdote, decide creer, quiere creer, y cree.
Tú tienes la fe que te ha sido dada, pero está mal alimentada, está frágil y debilitada. Fortalece, sacerdote, tu fe, acudiendo a los sacramentos y a la oración, y al refugio de los brazos de tu Madre, que es Madre de tu Señor.
Aprende de Él, escucha su Palabra y haz lo que Él te diga.
Obedece a tu Señor, sacerdote, y tu conciencia estará tranquila. Entonces podrás dormir como un bebé, abrigado, arrullado, protegido, confiado en el regazo de su Madre, bajo la sombra de la divina providencia de su Padre.
Confía, sacerdote, en el Dios que representas ante el mundo, y en su poder.
Cree en Él, y obedécele como le obedecen los vientos y el mar.
Permanece en su amor y en su amistad y, ante la amenaza del mundo, que es como un mar obscuro y profundo, mantén la serenidad, no tengas miedo: tu Señor está contigo todos los días, hasta el fin del mundo.

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