«La tomó de la mano y le dijo: “¡Talitá, kum!”»
Para la oración personal del sacerdote con base en el Evangelio del día.
Martes 31 de enero de 2023
ESPADA DE DOS FILOS III, n. 29
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Levanta a tu pueblo, sacerdote, y aliméntalo, condúcelo a tu Señor. Manifiesta tu fe y muestra su presencia viva en ti y en la sagrada Eucaristía, porque ¡Cristo vive!, ¡ha resucitado!, y se hace presente a través de tus manos, de tu voz, de la voluntad que le entregas a tu Dios»
«La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos» (Heb 4, 12).
EVANGELIO DEL MARTES DE LA SEMANA IV DEL TIEMPO ORDINARIO
¡Óyeme, niña, levántate!
+ Del santo Evangelio según san Marcos: 5, 21-43
En aquel tiempo, cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se quedó en la orilla y ahí se le reunió mucha gente. Entonces se acercó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies y le suplicaba con insistencia: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”. Jesús se fue con él, y mucha gente lo seguía y lo apretujaba.
Entre la gente había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Había sufrido mucho a manos de los médicos y había gastado en eso toda su fortuna, pero en vez de mejorar, había empeorado. Oyó hablar de Jesús, vino y se le acercó por detrás entre la gente y le tocó el manto, pensando que, con sólo tocarle el vestido, se curaría. Inmediatamente se le secó la fuente de su hemorragia y sintió en su cuerpo que estaba curada.
Jesús notó al instante que una fuerza curativa había salido de él, se volvió hacia la gente y les pregunto: “¿Quién ha tocado mi manto?”. Sus discípulos le contestaron: “Estás viendo cómo te empuja la gente y todavía preguntas: ¿Quién me ha tocado?’ “. Pero él seguía mirando alrededor, para descubrir quién había sido. Entonces se acercó la mujer, asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado; se postró a sus pies y le confesó la verdad. Jesús la tranquilizó, diciendo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad”.
Todavía estaba hablando Jesús, cuando unos criados llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle a éste: “Ya se murió tu hija. ¿Para qué sigues molestando al Maestro?”. Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas, basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañaran más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.
Al llegar a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús el alboroto de la gente y oyó los llantos y los alaridos que daban. Entró y les dijo: “¿Qué significa tanto llanto y alboroto? La niña no está muerta, está dormida”. Y se reían de él.
Entonces Jesús echó fuera a la gente, y con los padres de la niña y sus acompañantes, entró a donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo: “¡Talitá, kum!”, que significa: “¡Óyeme, niña, levántate!”. La niña, que tenía doce años, se levantó inmediatamente y se puso a caminar. Todos se quedaron asombrados. Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie y les mando que le dieran de comer a la niña.
Palabra del Señor.
“En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? … (Francisco, Evangelii Gaudium, n.153).
REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: la resurrección de un muerto es de los más grandes milagros que realizaste. Eres el dueño de la vida y de la muerte.
Y pienso no solo en la muerte del cuerpo, sino en la del alma. También hiciste muchos de esos milagros: resucitar almas. Y lo sigues haciendo ahora, cada vez que concedes tu misericordia al pecador, ya que no quieres su muerte, sino que se convierta y viva.
La escena que nos presenta el Evangelio de hoy tiene especial riqueza: nos habla de resurrección y muerte, de fe y de incredulidad, de confianza y desconfianza.
Y la mujer del flujo de sangre nos da una lección maravillosa de lo que sucede cuando se administran los sacramentos: tocarte, Jesús, y quedar sano.
Señor, háblame de fe, de confianza, de misericordia con el pecador –con el impuro–… y de cómo quieres que yo, sacerdote, administre bien esa misericordia a través de tus sacramentos.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
«Sacerdotes míos: yo soy digno de confianza. Mi Padre ha confiado en mí, y el que confía en mí, espera en mí y no queda defraudado. Yo soy un Dios fiel. Confíen en mí.
Yo no he venido a juzgar, sino a perdonar, no he venido a buscar a justos, sino a pecadores, no he venido a curar a los sanos, sino a los enfermos, no he venido a traer justicia, sino misericordia.
La misericordia es expresión del amor. Yo soy el amor.
Yo, que fui obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, he venido a hablarles al corazón, para reconciliarlos conmigo, a través de la misericordia de Dios.
A mí se me dio el poder sobre los cielos y la tierra. Con ese poder los hago míos para llevarlos al Padre.
Y yo busco, por medio de ustedes, mis amigos, a los que se han perdido, para regresarlos al camino. El camino soy yo.
Y les he dado poder a ustedes para administrar esa misericordia, que ha sido derramada desde mi corazón abierto y expuesto en la cruz. Pero, para dar misericordia, deben primero recibirla.
Yo les pido a ustedes, mis amigos, que sean misericordiosos unos con otros, que se amen los unos a los otros, como los amo yo, que se ayuden y se perdonen unos a otros. Porque uno no puede perdonarse a sí mismo: no pueden ser juez y parte.
Que sean compasivos y se reconcilien conmigo.
Para que el que me ha traicionado pida perdón y regrese a mi amistad.
Para que el que me ha abandonado vuelva al reencuentro conmigo.
Para que el que no me escucha oiga mi voz.
Para que el que no me sigue camine conmigo.
La mies es mucha y los obreros pocos. Rueguen al Padre que envíe más obreros a su mies, y conserven ustedes, en mi amistad y a mi servicio, a esos pocos.
Madre de misericordia: el pueblo cristiano tiene mucha fe y devoción a las imágenes y medallas religiosas. Le gusta mirarlas, tocarlas, besarlas, portarlas, para sentir hasta físicamente la protección de Dios, la tuya, la de los ángeles y santos. Se da cuenta de que se consigue una gracia especial que alivia el alma.
Yo te pido que me enseñes y me ayudes a mí, sacerdote, a saber administrar la misericordia que tu Hijo ha puesto en mis manos a través de los sacramentos, con los que Él sigue tocando y sanando a su pueblo.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
«Hijo mío, sacerdote: Cristo viene todos los días. Tú lo tocas y una gran fuerza sale de Él, y te llena de Él. Cuando lo tienes en tus manos no tocas la borla de su manto, lo tocas a Él. Y basta tocarlo para que se derrame la gracia en abundancia sobre ti y sobre su pueblo, para la Iglesia entera.
También para las almas que están en el Purgatorio. Todos, los vivos y los muertos reciben la gracia del Hijo de Dios cuando se encarna para darse al mundo como alimento de vida y bebida de salvación. Aprovecha ese momento y llénate de Él.
Yo te doy mi protección, pero es preciso pedir a Dios el don de sabiduría, para saber administrar la misericordia.
La misericordia de Dios es infinita, por lo que no hay que administrarla para que no se acabe, sino para que se aproveche bien.
Sabiduría para saber cómo derramar la misericordia a cada quien, en el momento preciso.
Porque no solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios.
Yo soy Madre de gracia. Soy para mis hijos el refugio seguro a donde la tentación no llega, el alma no se corrompe y la ira de Dios no alcanza.
Yo soy Madre de misericordia. Soy refugio y auxilio para mis hijos pecadores.
Yo soy Madre del amor. Soy mediadora y dispensadora de gracia y misericordia.
Yo entrego a mi Hijo, que es la misericordia de Dios, al que acude y se refugia en mí con humildad y pidiendo mi auxilio. Porque yo siempre los llevo a Jesús.
Él es la misericordia.
Él es el alimento de vida eterna, bebida de salvación, vestido de pureza, salud para los enfermos, libertad para los presos, ayuda para el necesitado, vida para los muertos.
Él ora al Padre por los que viven en el mundo, para que los libre del mal.
Él es quien sufre con paciencia en la cruz, por los pecados de los hombres.
Él es quien consuela y perdona, corrige, aconseja y enseña.
Administrar la misericordia es discernir y obrar, para que cada corazón se disponga bien y el perdón se le pueda entregar, para que reciba la gracia del Espíritu Santo y aproveche el alimento para la vida eterna.
La sabiduría es necesaria para recibir y entregar bien la misericordia».
¡Muéstrate Madre, María!
PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – LEVANTAR LA FE DORMIDA
«¡Talitá kum!».
Eso dice Jesús.
Eso te dice a ti, sacerdote: tú eres la niña de sus ojos.
Es tu alma en quien Él pone su confianza, porque la hace suya, porque tú, sacerdote, has escuchado y has demostrado fe.
Tú le has dicho sí, y has dejado casa, padre, madre, hermanos, hijos, tierras, y te has despojado de ti mismo para tomar tu cruz y seguir a Jesús.
¡Talitá kum!, sacerdote.
Eso es lo que te dice tu Señor cada día que te levantas, cuando sale el sol, que te indica que has pasado la noche oscura, y es tiempo de levantarte y caminar.
¡Talitá kum!, sacerdote.
Tu fe es esa niña, que no está muerta, está dormida.
La fe en la que perseveran los fieles de tu rebaño fortalece con sus oraciones la tuya.
Basta que ellos tengan fe, para que tú, sacerdote, fortalezcas la tuya, para que abras tus oídos y escuches la voz de tu Señor, que te dice: ¡Talita kum!, y obedezcas, sacerdote.
No te culpes ni te avergüences por haber debilitado tu fe.
Aquí está Él para salvarte, aquí está Él para levantarte.
Solo tienes que querer, solo tienes que escuchar su voz y obedecer, y levantarte, y alimentarte de Él, porque Él es tu fuerza, en Él pones tu confianza y su amor en ti se manifiesta.
Confía sacerdote en tu Señor. Él es el sol de tu vida, Él es la verdad, Él es el camino, Él es, sacerdote, la luz que te ilumina cuando caes perdido en la oscuridad de la noche profunda y oscura, que te abraza y te hunde, encadenado en la miseria de tu humanidad, alejado de la amistad de la divinidad, que es Cristo.
Sacerdote ¡levántate y anda!, porque cuando tú te humillas y te reconoces pecador, tu Señor te llama, te habla y te levanta, porque en ti y en tu humillación lo único que Él ve es a la niña de sus ojos, que se llama fe.
¡Pide sacerdote esa fe!
Pide con insistencia la intercesión de los santos y la compañía de la intercesora más grande entre tú y Dios, que es María, tu Madre.
Entrégate en el calor de sus brazos mientras pasa la noche, para que puedas permanecer dormido en el calor de su regazo y no mueras de frío, mientras confiesas toda tu verdad a aquel que todo lo sabe, todo lo cree, todo lo soporta y todo lo perdona, porque Él es el amor, y brille en ti la luz del sol que te llame y te diga “amigo mío, tú fe te ha curado, vete en paz”.
No hay nadie que pueda levantarse si no está caído; no hay nadie que pueda despertarse si no está dormido; no hay nadie a quien pueda perdonarse, si pecado no ha cometido.
Sacerdote no tengas miedo, sino confianza en tu Señor, y en la fidelidad de su amistad, en el amor que manifiesta el abrazo misericordioso del Padre.
Sacerdote: esta es una invitación para que, si estás caído, estires tu mano con la confianza de tocar a tu Señor, y de obedecer inmediatamente cuando Él te diga que te levantes, cuando Él te conceda su perdón, cuando te arrepientas sinceramente y humilles tu corazón.
Entonces Él reparará tus fuerzas, porque Él es el Buen Pastor que viene a buscarte. Ha dejado a todos para encontrarte, porque Él no viene a buscar a justos, sino a pecadores.
Permite sacerdote a tu Señor que recupere lo que tanto ama, lo que tanto busca, lo que tanto espera.
Ayúdale, sacerdote, a encontrar a la niña de sus ojos que vive en ti y que a través de ti es la salvación para su pueblo, porque Él ha consumado en ti la fe, y por ti será confirmada en cada uno de los fieles de tu rebaño.
Levántate tú y camina, porque ellos escuchan tu voz y te siguen.
Levanta a tu pueblo sacerdote y aliméntalo, condúcelo a tu Señor, manifiesta tu fe y muestra su presencia viva en ti, y en la santa y sagrada Eucaristía, porque ¡Cristo vive!, porque Cristo, que ha muerto, ¡ha resucitado!, y se hace presente a través de tus manos, a través de tu voz, a través de la voluntad que le entregas a tu Dios, que es Todopoderoso, y en tus humildes y pecadoras manos pone su confianza: el Cuerpo y la Sangre del Cristo vivo, para que alimentes a las almas, las niñas de sus ojos, que tú, sacerdote, con tu fe levantas.
¡Talitá, kum!
Eso te ordena tu Señor.
Sacerdote: tu fe no está muerta, está dormida.
¡Levántate!
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