SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO
Para la oración personal del sacerdote con base en el Evangelio del día.
Domingo 26 de noviembre de 2023
ESPADA DE DOS FILOS V, n. 91
P. Gustavo Eugenio Elizondo Alanís
«Tú eres, sacerdote, quien entrega su vida por su Rey, porque el Rey te ha motivado cuando te ha llamado, y tú lo has seguido, porque es un Rey que no ha impuesto su voluntad sobre la tuya, pero que te ha dado la libertad para descubrir cuál es su voluntad, y darte cuenta de que su voluntad es mejor que la tuya».
«La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de dos filos» (Heb 4, 12).
EVANGELIO DE LA SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO
Se sentará en su trono de gloria y apartará a los unos de los otros.
+ Del santo Evangelio según san Mateo: 25, 31-46
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda.
Entonces dirá el rey a los de su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme’. Los justos le contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?’. Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron’.
Entonces dirá también a los de la izquierda: ‘Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron’.
Entonces ellos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o encarcelado y no te asistimos?’. Y él les replicará: ‘Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo’. Entonces irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.
Palabra del Señor.
“En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? … (Francisco, Evangelii Gaudium, n.153).
REFLEXIÓN PARA EL SACERDOTE
Señor Jesús: el último domingo del año litúrgico celebramos esta gran fiesta, en donde te contemplamos como Rey del Universo. Me alegro con toda la Iglesia al considerar que tu Santísima Humanidad ha ganado ese reinado universal triunfando en la cruz, después de haber dicho que tu Reino no es de este mundo, y de haber sido coronado con espinas.
El tuyo es un Reino eterno y universal: Reino de la verdad y de la vida, Reino de la santidad y de la gracia, Reino de la justicia, del amor y de la paz.
Hoy, en mi oración, miro la cruz, y en ella contemplo a un Rey, cubierto de heridas y de sangre, coronado con espinas, torturado y clavado, elevado, con los brazos abiertos. Sobre su cabeza un letrero que anuncia la majestad de un rey: Jesús el nazareno, rey de los judíos.
Contemplo a un rey despojado de sus finas vestiduras, pero conservando su corona. Estaba crucificado en la cruz, con corona de espinas. El rey estaba muerto.
Su ejército se había dispersado, sus soldados lo habían abandonado, y su propio pueblo lo había matado.
Su cuerpo estaba torturado, inmolado y cubierto de heridas, totalmente deshidratado, y su sangre derramada; se podían contar todos sus huesos.
Su rostro, desfigurado por los golpes, colgaba inerte sobre su pecho.
Su corazón había sido traspasado, abierto, y estaba expuesto y vacío, totalmente entregado. No le quedaba nada, todo lo había dado, hasta la vida.
Señor: reconozco tu majestad. Ayúdame a mí, sacerdote, a ser un digno soldado de tu ejército.
Permítenos a nosotros, sacerdotes, entrar en tu Corazón, y concédenos la gracia de escucharte.
«Sacerdote mío: venera mi trono, adora a tu Rey.
Yo soy Cristo, Rey del Universo, Rey de los profetas, descendiente de David, coronado con el dolor de los pecados del mundo, clavado a la cruz como mi trono, con los brazos abiertos, abrazando el mundo, unido al mundo por el hierro que traspasó mis pies, pies de hierro, con los que vendré de nuevo con toda mi majestad y gloria.
Verbo hecho carne, que habitó en el mundo para ser testigo de la verdad, para dar testimonio de la verdad.
Dios y hombre entre los hombres, construyendo con los hombres mi Reino.
Pero mi Reino no es de este mundo.
Mira mi cruz, en donde se expone la verdad, Dios y hombre entregado en manos de los hombres, para ser juzgado y condenado a una muerte de bandido, para ser torturado, elevado y expuesto en el trono de la humillación, símbolo del amor, del que brota la misericordia, sangre derramada para el perdón de los pecados. Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Es mi cruz trono de la verdad, de la misericordia y del amor. Trono en el que ha muerto el Rey, para levantarse de entre los muertos venciendo a la muerte, para elevarse al cielo venciendo al mundo, para sentarse a la derecha del Padre para ser coronado de gloria y majestad, con la que vendrá de nuevo a buscar a los que permanecen en la verdad, para hacerlos partícipes de su gloria en el Reino de los Cielos.
Sacerdotes de mi pueblo: ustedes son los soldados de Dios, el ejército del que era, del que es y del que vendrá, Cristo Rey del Universo, por el que han jurado dar la vida en la batalla, para conseguir la victoria.
Soldados heridos: déjense curar por mí, porque un Rey cuida y protege a su ejército, y lo alimenta y le da de beber, y le procura casa y vestido, y lo instruye y lo fortalece, para hacerlo vencedor y darle libertad, y lo honra en la muerte.
Soldados: examínense, y descubran si sus heridas son de muerte, y déjense curar por mí. Examinen sus conciencias, escudriñando a fondo, con valor, abriendo cada herida nueva o antigua, venial o mortal, aunque la vergüenza duela, aunque el miedo paralice, aunque el recuerdo queme por dentro y la culpa te desgarre el alma, y déjense curar por mí, para que mis soldados queden sanos, para que mi ejército consiga la paz. Y vengan conmigo a construir mi Reino.
Mi Reino no es de este mundo, y mis soldados no son de este mundo, pero yo los he enviado al mundo para que luchen, para que venzan, para que me entreguen mi tesoro. Sepan que el rescate ya ha sido pagado, cuando yo fui enviado al mundo para pagar de una vez y para siempre, con mi cuerpo y con mi sangre, lo que estaba prisionero en el mundo, la humanidad que el pecado había arrebatado, que había aprisionado para destruirla, para darle muerte.
Yo los envío a traer lo que es mío, las almas del mundo, que son mi tesoro.
Pero ellos no lo saben.
Para que cumplan mi ley y sean dignos de pertenecer a mi Reino.
Pero ellos no conocen mi ley.
Para que vivan en la verdad y tengan vida.
Pero ellos no conocen la verdad.
Para que mi Palabra los alimente.
Pero ellos no la conocen.
Para que por mí sean salvados.
Pero ellos no me conocen.
Lleven ustedes, sacerdotes míos, soldados del Rey del Universo, la ley, la verdad, la palabra y el amor a todo mi pueblo, para reunirlos a todos en un solo pueblo santo, para traerlos a todos como un solo tesoro, para construir conmigo el Reino de los Cielos.
Que sea mi cruz símbolo del poder de Dios, que en la humildad consigue la victoria, que en la humillación descubre la verdad, que hace de la cruz el trono del Rey del amor, de donde brota la gracia y la misericordia para recuperar su tesoro.
Permanezcan conmigo en mi trono en este mundo, para que sean sentados en el trono de la gloria de Dios que es todopoderoso, cuando yo venga vestido de majestad a buscar lo que es mío, lo que el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar, lo que estaba perdido y ha sido encontrado, lo que estaba cautivo y ha sido liberado, lo que estaba muerto y por mí ha sido vuelto a la vida, para que mi Reino sea un reino de sacerdotes, piedras vivas de mi corona, para que reinen conmigo en el cielo, en el que mi trono no es de cruz, sino de gloria.
Amigo mío: y yo te digo que ha nacido en el mundo una Reina, para ser Madre del Rey.
Reina pura, sin mancha ni pecado, para ser Reina del cielo y de la tierra, Madre del Divino Verbo, Madre del Salvador, Madre del Rey de los ejércitos, Madre del Rey del universo.
Esa Reina está postrada a los pies del trono del Rey, adorando, alabando, entregando su vida por Él, orando, protegiendo, cuidando a los soldados del ejército del Rey, muerto en el mundo, porque su Reino no es de este mundo.
Yo soy tu Rey.
El que fue despojado de la gloria que tenía antes de que fuera creado el mundo.
El que fue enviado a morir al mundo para rescatar al mundo.
El que murió coronado en un trono de cruz, elevado y expuesto, abriendo los brazos para redimir al mundo.
El que derramó su sangre para lavar los pecados del mundo.
El que se quedó en Cuerpo y en Sangre para alimentar al mundo y recuperar lo que es suyo.
El que venció a la muerte, resucitando en el mundo, para subir al cielo y reinar con su Padre eternamente.
El que vendrá con todo el poder y la gloria para juzgar a vivos y muertos, para darles vida eterna.
El que es, el que soy: Cristo vivo, Cristo Rey del Universo.
Yo rijo a las naciones.
Yo soy un Dios vivo y Dios de vivos.
Yo soy Cristo resucitado y vivo.
Yo he venido al mundo para dar mi vida para salvarlos y reinar en todos los corazones, en cada latido, en cada suspiro, cada segundo, en todo momento.
Yo quiero extender mi Reino en los corazones de ustedes, mis amigos, mis más amados, mis sacerdotes, y traerlos a mi Paraíso, para llenar sus tronos en el cielo. Les pido a ustedes que sean como los últimos, para que sean los primeros. Reciban mi Palabra y mi misericordia, para que me piensen vivo, me busquen vivo, me conozcan vivo, me amen vivo y me adoren vivo en la Eucaristía.
Yo he venido al mundo a derramar mi sangre sobre la humanidad, para que todos tengan, por mí, la misma sangre.
Yo he subido al cielo a sentarme a la diestra de mi Padre. Pero de nuevo vendré y me verán con todo mi poder, coronado de la gloria de mi Padre, con el coro de mis ángeles, unido al coro de mi Iglesia, cantando alabanzas a una sola voz: ¡Viva Cristo Rey!».
Madre nuestra: tú eres Reina, y estuviste de pie, a la derecha de tu Hijo, entregando tu vida con Él, despojándote de todo lo que te quedaba: tu deseo de morir en ese instante, para irte con Él.
En cambio, entregaste tu vida para quedarte en cuerpo, en alma y en voluntad para hacer la voluntad de Dios, para servirlo reuniendo a su ejército, buscando a sus soldados, perdonando su abandono, porque también a ti te habían dejado sola, a merced de las burlas, de los maltratos, de las groserías, de la iniquidad, de la inmundicia, de la indiferencia, de la impiedad, de la maldad, de la agresión, de la incredulidad y de la ingratitud de los que tu Hijo había venido a salvar.
Te entregaste para guiar y conducir a los soldados.
Para fortalecerlos, alimentarlos, auxiliarlos, acompañarlos, enseñarlos, corregirlos, acogerlos, orar y esperar con ellos la resurrección de tu Hijo, su ascensión a los Cielos y la venida del Espíritu Santo.
Para prepararlos para dejarlo todo, renunciar a sí mismos, tomar su cruz y seguir a Jesús.
Para dar y para darse, como Él les enseñó.
Para ser ejemplo, y con tu ejemplo llevar a todas las almas el alimento de vida y la bebida de salvación.
Para llevar a todas las almas al cielo.
Y te contemplo abrazada del cuerpo sin vida de tu Hijo en la cruz.
Yo quiero acompañarte, abrazarte y consolarte, mientras aquellos buenos hombres bajan de la cruz a tu Hijo muerto, y entregan en tus brazos su cuerpo desnudo, pero vestido de su preciosa sangre, derramada hasta la última gota.
Y después de su resurrección, quiero unirme a los ángeles y a los santos que, postrados, adoran y alaban al amor, al Rey de los ejércitos, al Hijo de Dios, Cristo Rey del Universo, Señor todopoderoso y eterno.
Madre de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote: déjame entrar a tu Corazón, y modela mi alma conforme a tu Hijo Jesucristo.
«Hijos míos, sacerdotes: este es el Cristo.
Este es el Rey.
Este es el Salvador del mundo.
Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Este es el amo y Señor del universo, que tenía la gloria de su Padre antes de que el mundo existiera.
Este es el que vino a buscar no a los justos sino a los pecadores.
Este es el primero y el último.
Este es el Hijo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas.
Este es el que es, el que era y el que vendrá.
Esta es la vida engendrada en mí por obra del Espíritu Santo.
Este es el fruto de mi vientre; y su nombre es Jesús.
Este es el Mesías esperado, el que los profetas habían anunciado, el Libertador, el Redentor, el que estaba puesto para caída y elevación de muchos, y como signo de contradicción.
Este es por quien me fue anunciado que una espada atravesaría mi alma, a fin de que quedaran al descubierto las intenciones de muchos corazones.
Este es el que vi nacer, el que vi crecer, el que vi morir.
Este es el que alimenté en mi vientre, el que amamanté de mis pechos, el que arrullé, el que crie, el que cuidé, el que eduqué, el que acompañé, el que enseñé a dar y a darse sin pedir ni esperar nada a cambio, amando hasta el extremo, como hombre y como Dios, porque nadie tiene un amor tan grande como el que da la vida por sus amigos.
Este es el que se reveló ante los hombres, exponiendo su poder divino, sirviendo a los hombres, convirtiendo el agua en vino, para cumplir mis deseos cuando todavía no había llegado su hora.
Este es el que oraba y adoraba a Dios diciéndole Padre, y el Hijo muy amado de Dios en quien Él puso sus complacencias.
Este es el que caminó en medio del mundo haciendo milagros, curando enfermos y expulsando demonios.
Este es el que alimentó multitudes con tan solo dos peces y cinco panes.
Este es el que partió pan y lo bendijo, entregando su cuerpo, y el que bendijo el vino, entregando su sangre, amando hasta el extremo, para morir y para resucitar de entre los muertos, y para dar vida y quedarse vivo entre los vivos.
Este es al que pusieron un manto de púrpura y coronaron como Rey, en medio de la burla, poniéndole en la cabeza una corona, no de oro sino de espinas, y en su mano un cetro, no de hierro, sino de caña.
Este es el que respondió con la verdad y dijo: “Sí, soy Rey. Yo para esto he nacido, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz. Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mi ejército hubiera combatido para que yo no fuera entregado a los judíos, pero mi Reino no es de aquí”.
Este es el que padeció y murió, dando su sangre para pagar el rescate de muchos.
Este es el Rey que ha venido a instaurar el Reino de Dios en el mundo. Pero el mundo no lo recibió.
Recíbelo tú».
¡Muéstrate Madre, María!
PARA EXAMINAR LA CONCIENCIA – SOLDADOS DEL EJÉRCITO DEL REY
«Lleva en su manto y en su muslo escrito: “Rey de reyes y Señor de señores”» (Apoc 19, 16).
Eso dice la Escritura.
Y el Rey de reyes y Señor de señores es Cristo, que se reúne con sus ejércitos para vencer al enemigo y a sus ejércitos.
Es el Rey que anuncia su triunfo, porque vendrá de nuevo con todo su poder y toda su majestad, y con sus ángeles del cielo, para reunir a su pueblo en el banquete del Rey, porque sus juicios son verdaderos y justos.
Sacerdote: tú eres un soldado del ejército del Rey, y tú luchas cada día junto a Él para obtenerle la victoria de su pueblo sobre sus enemigos.
Tú eres, sacerdote, quien lucha día a día entregando la vida por su Rey, porque el Rey te ha cautivado, te ha motivado cuando te ha llamado, y tú lo has seguido, porque es un Rey que no ha impuesto su voluntad sobre la tuya, pero que te ha dado la libertad para descubrir cuál es su voluntad, y darte cuenta de que su voluntad es mejor que la tuya.
Tú has dejado todo, para tomar las armas del Rey y seguirlo, y el Rey te ha provisto de regalos para que en la lucha no seas vencido.
Son los dones, sacerdote, que en función a tu ministerio del orden sacerdotal el Espíritu Santo ha infundido, y te da la gracia para que descubras que ya no eres tú, sino el Rey quien vive en ti. Es Cristo, quien se manifiesta en ti y a través de ti, es Él quien lucha y quien vence todas tus batallas, porque es Él quien tiene todo el poder.
Concientiza, sacerdote, tu debilidad, tu pequeñez, y tu fragilidad, porque eres solo un soldado del gran ejército del Rey, pero con Él, por Él y en Él, eres parte del Rey, quien te comparte su poder.
Abre tus ojos para que veas los milagros que tus manos realizan, para que veas y reconozcas a los más necesitados que Dios pone en tu camino, para que sea Él, y no tú, quien los sane, quien los cure, quien los convierta, quien los salve.
Pero eres tú el soldado que actúa con el poder del Rey, mientras el Rey permanece sentado en su trono a la derecha de su Padre, protegiendo a su ejército contra el ataque del enemigo, mientras cada soldado es fortalecido con su gracia.
Sacerdote, soldado del ejército del Rey de reyes y Señor de señores, dispón tu corazón a recibir la gracia de tu Señor, para que seas fortalecido y enviado con el arma que gana todas las batallas: es el arma del amor.
Disponte sacerdote a recibir el amor.
Déjate amar por Dios y ama con el amor que recibes: ese es el poder de Dios que quiere darte, esa es la gracia de Dios que quiere manifestarte, y esa es la gran verdad que quiere revelarte.
El Rey del universo es un Rey de amor. Si tienes amor nada te falta. Las batallas se vencen con amor, pero nadie puede dar lo que no tiene, y nadie puede tener lo que no recibe, y nadie puede recibir si no abre la puerta.
Sacerdote, el Rey está a la puerta y llama. Escucha su voz y ábrele la puerta, para que pueda entrar. Entonces cenará contigo y tú con Él, en el gran banquete del Rey. Y esa es la victoria sobre todas las batallas.
Deja que el Rey cure tus heridas, deja que sane la lepra de tu corazón.
Mantén firme tu fe y pide la gracia de ser alimentado, fortalecido, para que estés bien dispuesto a recibir las armas que te procuren la victoria.
Tú construyes, sacerdote, el Reino del Cielo en la tierra. Prepara el camino para que sea un reino de sacerdotes, una nación santa, y un pueblo bien dispuesto, para que, cuando Cristo vuelva a proclamar su victoria, puedas cantar alabanzas, unido con todos los soldados del Rey y sus ángeles, diciendo “aleluya, aleluya, ha vencido el Rey, y ha establecido su reinado el Señor Dios todopoderoso”, para que des testimonio y digas: “Dios me ha sanado, porque yo era un leproso, porque tenía un corazón de piedra, y Él me dio un corazón de carne; porque yo era débil y frágil, y me vistió de fortaleza y de fe, y me dio un corazón dispuesto para amar y para recibir el amor, con el que he ganado todas mis batallas”.
Ese es, sacerdote, el testimonio al que has sido llamado a dar cuando salgas al campo de batalla, al que has sido enviado por el Rey, como precursor de su victoria.
Dichosos los invitados al banquete de las bodas del Cordero, que es el Rey de reyes y Señor de señores.
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